viernes, 13 de enero de 2012

La primera balada

-¡Mira, mira! ¡Date prisa!

Puse el ojo en la rendija. Y la vi. Y me quedé embobado. ¡Estaba preciosa! Algo dentro de mí cambió en aquel momento. No lo sabía aún, pero ya nunca volví a mirarla del mismo modo. Bueno, a ella ni a ninguna otra.

Tenía casi doce años, y ya hacía algún tiempo que los chicos y yo empezamos a pensar más en las chicas que en gamberradas. Pero aún no sabíamos nada de ellas. Para nosotros eran bichos raros. Sin embargo, a pesar de que nos parecían tontas y aburridas, por alguna extraña razón nos gustaba cada vez más espiarlas. Curiosidad de críos que, sin saberlo, comienzan su camino hacia la adolescencia.

Ginés, el más mayor, me sacaba casi un año. Él decía qué hacer y dónde ir. Los demás le seguíamos sin más. Y él había sido el que nos metió el gusanillo de las chicas. Más tarde me di cuenta de que le gustaba mucho Alicia, la hija del panadero. Y siempre buscaba una excusa para estar cerca de donde ella fuese.

En verano todos los niños del pueblo se bañan en el río, que tiene junto al molino una poza donde todos hacíamos el cafre, lanzándonos desde el puente al agua. Muchas brechas a visto ese puente, y muchas carreras en busca de nuestras madres, que nos curaban entre dios míos y regañinas.
Eso sí, nunca nos mezclábamos chicos y chicas, ellas en una orilla y nosotros en la otra. Hasta aquella última semana de junio, en la que Ginés (y los demás con él) comenzó a llamar su atención salpicándolas y haciéndoles todo tipo de perrerías. Ellas nos insultaban y amenazaban con decírselo a sus padres, pero nunca lo hacían. Poco a poco, las trastadas fueron mutuas, siendo las suyas las de mayor ingenio.
Parecía una guerra irreconciliable, pero disfrutábamos de aquel juego de dos bandos que nos habíamos inventado, sabiendo en el fondo que, si el otro frente no fuese del sexo contrario, las batallas no serían tan divertidas.

En agosto vino, como todos los años, Don Esteban y su familia. Vivían en Madrid, donde tenían un negocio que les había hecho ricos. Esta vez sí venía con ellos, después de dos años sin hacerlo, Teresa, su hija pequeña. Yo la conocía de cuando éramos muy pequeños (tenemos la misma edad), pues mis padres y los suyos se habían llevado muy bien, hasta que ellos se fueron a Madrid y se enfrió la relación. Estudiaba en un internado en Francia, y decían que era la niña más guapa de todo el colegio. Todos los chicos del pueblo estábamos ansiosos por verla, pero hacía tres días que había llegado y aún no se había dejado ver.

Hasta la mañana antes de la fiesta. Estábamos Ginés y yo junto al camino que lleva a las eras, cazando lagartijas en el huerto de mis padres. De repente, oímos unos pasos y nos escondimos sin saber por qué. Se oía una voz que canturreaba, cada vez más cerca. A través de una rendija que había en la esquina de la tapia, Ginés miró para ver quién era.

- ¡Mira Tito! ¡Es Teresa! Viene hacia aquí.

- ¿Qué hace? Déjame ver.

- ¡Mira, mira! ¡Date prisa!

Puse el ojo en la rendija. Y la vi. Y me quedé embobado. ¡Estaba preciosa! Su pelo moreno y rizado bamboleaba al ritmo de sus saltitos. Llevaba unos pantalones cortos y una bonita camiseta de flores. Sin ser consciente de mis actos, salté la tapia. Se llevó un susto tremendo, pues caí a un metro de ella. De repente, me reconoció. Y su sorpresa se transformó en una sonrisa radiante.

- Hola Antonio. ¡Cuánto tiempo!

- Sí. Hola, eh, Teresa. ¿Co...cómo estás?

- Bien. Ehhh, bueno, qué día tan bonito, ¿no?

- Mu...muy bonito. Sí. Bonito.

- Voy a dar un paseo hasta las eras. ¿Vienes?

Y anduvimos durante un buen rato en el que hablamos de todo. O más bien habló ella, contándome su vida en el colegio de Francia. Yo escuchaba su voz, preguntándome qué narices me pasaba. Por qué estaba tan nervioso.
La conversación nos llevó a hablar de la fiesta del día siguiente. En el pueblo era el día más importante del año, porque venía una orquesta para tocar por la noche. Yo estaba ansioso de ver a los músicos. Me gustaba verlos tocar, más que bailar.

- Mañana es el baile.

- Sí, hace mucho que no vengo. La última vez fue cuando se fue la luz y el cantante se cayó del escenario. ¿Te acuerdas? ¡Fue divertidísimo!

- Sí, se dió un buen porrazo. Oye, ¿quieres... venir... conmigo al baile?

- ¡Jiji! Te has puesto rojo, Tito.

- Bu...bueno, yo...

- Sí, iré contigo.

Aquella noche apenas pegué ojo. ¿Qué me pasaba? Tenía unos nervios incontrolables. Sólo podía pensar en el baile. ¡Pero si era un baile como el de todos los años!

Al fin pasaron las horas y llegó el momento de ir a la plaza. Cuando llegué, mis amigos me miraron riéndose y me llamaron señorito con mucha guasa. Yo me había puesto mi camisa blanca y un pantalón casi nuevo que sólo había usado en el bautizo de un primo. El problema era la pajarita, que yo pensaba me quedaba estupendamente y parecía que la gente no opinaba lo mismo. Pero me daba igual. Me había puesto lo más guapo posible y me sentía un galán de cine.
Un rato después llegó Teresa con un vestido blanco y amarillo que la hacía parecer una princesa. Me quedé sin habla. Ella me saludó y yo no pude más que sonreír.

- Está todo el pueblo aquí.

- Eh, sí, sí. Este año todos quieren ver la orquesta, que dicen que es muy buena.

- Pero todavía falta un rato, y las primeras canciones son siempre para los viejos. ¿Por qué no nos vamos a dar un paseo?

Las calles estaban desiertas. Sólo nos cruzamos con la mujer del carnicero, que se apresuraba para llegar a tiempo de ver empezar el concierto. Apenas se oían las voces de la plaza desde tan lejos. Habíamos llegado al otro lado del pueblo, donde empezaba el Camino del Molino.

- Estás muy guapa.

- Y tú también. Muy graciosa la pajarita.

- Ya, a tí también te parece ridícula. Ya se han reído de mí los demás.

Me sentía decepcionado de que mi idea de la pajarita fuese un desastre. Me la quité de un tirón y la iba a tirar, cuando ella me sujetó el brazo para evitarlo. Y nos miramos. Y no supe qué hacer. Hasta que ella, con cuidado, me dió un suave beso en los labios. Fue muy suave, apenas un leve roce. Ella apartó la mirada y se sonrojó. Estaba aún más guapa así, con las mejillas encendidas y la mirada esquiva. Esta vez fui yo el que acerqué mi boca a la suya y nos besamos de nuevo. Esta vez con más fuerza.
Luego, sin saber qué decir, volvimos cogidos de la mano, escuchando a lo lejos la primera balada de la noche.

1 comentario:

  1. Oohhh...qué tierno....me lo podía imaginar perfectamente...y eso que yo no tengo ni pueblo!! ;-)
    Ya me tienes esperando el siguiente relato!!!

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