sábado, 13 de agosto de 2011

Jamás

Aquellos ojos le miraban curiosos. No había nada malo en esa mirada, pero cada segundo era como un mes.
Al final se marchó de allí, pero sentía las pupilas clavadas en su nuca. Tras una hora, la sensación seguía viva. Se dijo que era imposible, que estaba en el otro extremo de la ciudad. Pero lo sentía.

Intentó pensar en otra cosa y se descubrió volviendo a lo mismo. Empezó a mirar a su alrededor y comenzó a entender lo que le decían esos ojos curiosos. Estaba en una plaza grande. En ella se veían mesas y sillas del bar de la izquierda. No había nadie en ellas, como tampoco en el resto de lugares donde miraba. Estaba solo allí, de pie en el centro. A lo lejos, recortado en el marco de una ventana, en un edificio sin tejado, se veía un minarete. Era la hora de la oración, pero no se oía nada.

Caminó hacia la mezquita y tuvo que esquivar los cascotes desprendidos, donde cogió un trozo de tela rota. Cuando llegó al patio del templo tomó la decisión. Volvió sobre sus pasos, rogando que esos ojos aún estuvieran ahí, mirando curiosos a su alrededor.

Jadeando por la carrera, entró en la casa. Encontró a la niña en la planta superior, justo donde estaba antes. La miró con curiosidad, como volvía a hacerlo ella. Apenas tendría dos años, como mucho. Era preciosa. Dudó sólo un instante más, pero sabía que era lo único que podría hacer para mejorar la situación.
Dejó el fusil y el casco en el suelo. Reuniendo todo el valor que le quedaba, susurró a la pequeña una canción infantil mientras desprendía los deditos que agarraban la mano de la mujer a la que había matado. Cogió a la niña en brazos y salió a la calle. Sabía que jamás volvería a matar y que esa niña volvería a tener una familia.

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